Creo que todos tenemos claro que vivimos a una velocidad demasiado alta. Lo sabemos pero, aún así no podemos permitirnos el lujo de disminuir el ritmo, si lo hacemos corremos el riesgo de quedarnos atrás en esta vida tan competitiva. Si no vamos a una velocidad un poco más elevada, nos podemos perder muchas cosas, no nos dará tiempo a conseguir todo lo que queremos. Las consecuencias de rebajar la velocidad de nuestra vida no nos compensa, por lo tanto decidimos amoldarnos al ritmo establecido y seguimos viviendo a toda pastilla para conseguir.... nada.
Para lograr culminar todo lo que debemos, más todo lo que nos gustaría, más todo lo que nos
surge, más todo lo que nos dicen que deberíamos hacer, etc. Necesitamos ir rápido y que así nos de tiempo a todo. Lo mejor, a veces, es tomar atajos o confiar en
alguien para que nos ayude a ganar tiempo. Debemos hacernos cargo de tantas
cosas que no podemos plantearnos parar y esto hace que mucho de lo que hacemos sea por inercia, sin darnos cuenta de que lo hacemos y, por
lo tanto, sin disfrutar de ello ya que estamos pensando en lo que nos toca cuando acabemos.
Hemos aceptado que
nuestro objetivo sea hacer el máximo de cosas posibles y esto solo se puede
conseguir si vamos rápido. Llegar al final de nuestros días habiendo conseguido
hacerlo todo pero ¿Qué sentido tiene hacer muchas cosas si, de la mayoría, ni
nos acordamos? Habremos conseguido realizar cantidad de actividades, vivir
multitud de experiencias y conocer a inmensidad de personas pero ¿cuántos de
esos actos los hemos acabado como debíamos? ¿Cuántas de esas experiencias hemos
vivido intensamente para recordarlas o para aprender de ellas? ¿A cuántas
personas hemos conocido realmente? ¿De verdad es este el objetivo de nuestra
vida? Muchas veces menos es más, quizás fuera mejor hacer menos cosas pero ser
conscientes de las que hacemos y vivirlas intensamente, tomándonos nuestro tiempo para disfrutarlas de verdad.
El otro día me pasó
algo que, seguramente me haya pasado más veces pero esta vez me hizo pensar.
Estaba cocinando e intentando recoger un poco la cocina. Mientras tanto, mi
hija, entraba y salía llamando mi atención con juguetes y contándome cosas del colegio. Yo
la escuchaba y le respondía pero estaba más concentrado en acabar rápido y
poder comenzar con otra tarea que en prestarle atención a la niña. En una de
esas entradas me dio un abrazo y me dijo te quiero. Entonces me di cuenta de
que me estaba perdiendo un momento único junto a mi hija. Mi ansia por hacer lo
que debía me estaba impidiendo disfrutar de algo precioso. En otro momento
hubiera dicho que yo también la quiero y hubiese seguido con mis cosas, pero me
di cuenta de que debía parar y vivir ese momento.
Queremos vivir tan
deprisa que no disfrutamos de los detalles que se nos presentan, los obviamos y
dejamos que pasen sin darles importancia. Por querer abarcar mucho se nos
escapan momentos irrepetibles. Nos centramos en las cosas más banales sin
prestar atención a las que realmente nos aportan bienestar y las que, al final,
dan sentido a la vida.
Es probable que
inconscientemente continúe viviendo demasiado deprisa, pero aquel instante con
mi hija me ha enseñado que es preciso parar de vez en cuando, hacerme presente
en el momento que estoy y poner todo mi empeño en que el tiempo y la velocidad de
la vida no me robe el placer impagable de los pequeños detalles llenos de
belleza.
J.M.G.G.
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